OSCAR WILDE (1854-1900)
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Oscar
Wilde (1854-1900) fue
iniciado el 25 de mayo de
1875 en la logia universitaria Apollo nº 357 de Dublín
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De entre los grandes escritores ingleses masones, como Alexander Pope
(1688-1744), Sir Walter Scott (1771-1832), Anthony Trollope
(1815-1882), Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) o Rudyard Kipling
(1865-1936), hay que citar también al famoso dublinés, Oscar Wilde
(1854-1900). El joven Wilde pasó del Trinity College de Dublín, al
Magdalen College, de Oxford, e hizo amistad con el príncipe Leopoldo
en aquellos años universitarios. Éste era hijo de la Reina Victoria y
también francmasón, llegando a ser Venerable maestro de la logia
universitaria Apollo en 1876.
A la logia Apollo de Oxford
entraría Wilde iniciándose de la mano de su colega John Edward
Courtnay Bodley, del Balliol College. Oscar Wilde se iniciaría el 25
de mayo de 1875 con otras dos personas, en una tenida en la que hubo
también un pase a compañero y una elevación a maestro, es decir, un
día muy lleno de eventos masónicos. En esto el joven Wilde no hacía
sino seguir los caminos iniciáticos de su padre, masón en Irlanda. La
logia universitaria de Apollo, hoy número 357, todavía continúa
trabajando con un ritual histórico y vestidos tradicionales desde hace
dos siglos.
La masonería ocupó muchos de
sus días en Oxford, fascinado por los grados y sus misterios. Pasó al
segundo grado el veinticuatro de abril, y el veinticinco de mayo de
1875 ya sería elevado al grado de maestro masón, para vincularse luego
a la logia Churchill en noviembre, donde llegaría a ser Guarda Templo
Interior, entre otros cargos. En noviembre de 1876 llegaría al grado
dieciocho Rosa Cruz del Capítulo de la Universidad de Oxford nº 40, lo
que traería consecuencias importantes al revigorizar con nuevos
impulsos su religiosidad de origen católico, ya que ese rito está
impregnado de contenidos trinitarios.
En 1878 fue a Londres donde
se casaría con Constansce Lloyd en 1884. Allí pasaría una década
debatiéndose entre lo que es aceptable moralmente o no, hasta que en
1895, en la cumbre de su gloria, fue procesado por sus prácticas
homosexuales con un joven muchacho de alta alcurnia, Lord Alfred
Douglas, acusado por el padre de éste y el marqués de Queensberry y
encarcelado con dos años de trabajos forzados que le hundieron moral y
físicamente. Una vez cumplida su condena se refugió en París con otro
nombre, para no ser reconocido y allí, por el trato con un sacerdote
irlandés volvió a convertirse al catolicismo, del que se había alejado
en 1880, cuando también dejó la masonería. En 1900 murió en París.
Entre sus obras, la que muestra una mayor y clara influencia masónica
es Vera o los nihilistas (Vera or the Nihilist), donde aparece
en el primer acto un encuentro de conspiradores que transmiten su
palabra de paso en una ceremonia, con clara influencia en el ritual
masónico, combinando varios ritos, como el de la Marca. Sin embargo,
en esa época, 1880, ya había dejado la Francmasonería. De modo más
sutil podemos hallar rastros del pensamiento masónico y una
religiosidad íntima en varias de sus obras. Aunque tal vez la más
famosa sea su novela El retrato de Dorian Gray, así como numerosas
piezas de teatro, como Salomé; también tiene varias obras poéticas en
las que se ven problemas morales, se denuncian situaciones políticas y
sociales o se percibe una libre religiosidad. Tal vez la más conocida
de sus obras poéticas sea su Balada de la cárcel de Reading, donde
muestra su espanto por la ejecución de un compañero de la cárcel, lo
mismo que es especialmente leído su libro De Profundis, donde habla de
lo que le ha conducido a la ruina. Pero además de estas hondas obras,
con temática social crítica, tiene poemas dedicados tanto al discípulo
como al maestro; alguno incluso dedicado al maestro de sabiduría.
Si Carducci, el conocido
poeta masón y premio Nobel, haría un poema a la iglesia de Polenta, en
el entorno de Ravena, en la que recuerda también la figura de Dante
enterrada en sus proximidades, también sucede algo parecido con Oscar
Wilde y su poema dedicado a Ravena, que escribió en 1877 en aquella
ciudad italiana en el que muestra su aprecio por los caballeros del
medioevo, tan cercanos a la concepción de ciertas formas de masonería.
También hay restos del misterio en su largo poema a la Esfinge. Y el
poema a Louis Napoleón destaca su admiración por la democracia y una
Francia libre y republicana. Pero en Libertad, sagrada palabra (Libertatis,
sacra fames), exhibe su rechazo por la demagogia, por los excesos
revolucionarios. Entre los poemas de una propia y personal
religiosidad cabe citar Ave Maria, Gratia Plena, también en el
conjunto de su Rosa Mystica, como San Miniato, Sonnet on hearing the
Dies Irae sung in the Sistine Chapel, etc.
Extractado de: Ilia
Galán, “Poetas y masones”, en Cultura masónica, 4 (2010), pp.
45-66.
POEMAS DE OSCAR WILDE
Amor
intellectualis
A menudo
pisamos los valles de Castalia y de antiguas cañas oímos la música
silvana, ignorada del común de las gentes; e hicimos nuestra barca a
la mar que Musas tienen por imperio suyo, y aramos libres surcos por
ola y por espuma, y hacia lar más seguro no izamos reacias velas hasta
bien rebosar nuestro navío.
De tales
despojados tesoros algo queda: la pasión de Sordello y el verso de
miel del joven Endimión; altivo Tamerlán portando sus jades tan
cuidados, y, más aún, las siete visiones del Florentino. Y del Milton
severo, solemnes armonías.
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Estatua de Oscar Wilde en Dublín |
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Apología
¿Es tu
voluntad que yo crezca y decline? Trueca mi paño de oro por la gris
estameña y teje a tu antojo esa tela de angustia cuya hebra más
brillante es día malgastado.
¿Es tu
voluntad —Amor que tanto amo— que la Casa de mi Alma sea lugar
atormentado donde deban morar, cual malvados amantes, la llama
inextinguible y el gusano inmortal?
Si tal es
tu voluntad la he de sobrellevar y venderé ambición en el mercado, y
dejaré que el gris fracaso sea mi pelaje y que en mi corazón cave el
dolor su tumba. Tal vez sea mejor así, al menos no hice de mi corazón
algo de piedra, ni privé a mi juventud de su pródigo festín, ni caminé
donde lo Bello es ignorado.
Portia
A Ellen
Terry
Poco me
maravilla la osadía de Basanio de arriesgar todo lo que tenía al
plomo, o que el orgulloso Aragón bajara la cabeza, o que Marroquí de
corazón en llamas se enfriara: pues en ese atavío de oro batido que es
más dorado que el dorado sol, ninguna mujer que Veronese mirara era
tan bella como tú a quien contemplo. Aún más bella cuando con la
sabiduría por escudo al vestir la toga severa del jurista y no
permitieras que las leyes de Venecia cedieran el corazón de Antonio a
ese judío maldito. ¡Oh Portia!, toma mi corazón: es tu debido pago; no
he de objetar a ese aval.
Flores de amor
Amor, no
te culpo; la culpa fue mía, no hubiera yo sido de arcilla común habría
escalado alturas más altas aún no alcanzadas, visto aire más lleno, y
día más pleno.
Desde mi
locura de pasión gastada habría tañido más clara canción, encendido
luz más luminosa, libertad más libre, luchado con malas cabezas de
hidra.
Hubieran
mis labios sido doblegados hasta hacerse música por besos que sólo
hicieran sangrar, habrías caminado con Bice y los ángeles en el prado
verde y esmaltado.
Si
hubiera seguido el camino en que Dante viera los siete círculos
brillantes, ¡Ay!, tal vez observara los cielos abrirse, como se
abrieran para el florentino.
Y las
poderosas naciones me habrían coronado, a mí que no tengo nombre ni
corona; y un alba oriental me hallaría postrado al umbral de la Casa
de la Fama. Me habría sentado en el círculo de mármol donde el más
viejo bardo es como el más joven, y la flauta siempre produce su miel,
y cuerdas de lira están siempre prestas.
Hubiera
Keats sacado sus rizos himeneos del vino con adormidera, habría besado
mi frente con boca de ambrosía, tomado la mano del noble amor en la
mía.
Y en
primavera, cuando flor de manzano acaricia un pecho bruñido de paloma,
dos jóvenes amantes yaciendo en la huerta habrían leído nuestra
historia de amor. Habrían leído la leyenda de mi pasión, conocido el
amargo secreto de mi corazón, habrían besado igual que nosotros, sin
estar destinados por siempre a separarse.
Pues la roja flor de
nuestra vida es roída por el gusano de la verdad y ninguna mano puede
recoger los restos caídos: pétalos de rosa juventud.
Sin
embargo, no lamento haberte amado — ¡ah, qué más podía hacer un
muchacho, cuando el diente del tiempo devora y los silenciosos años
persiguen!
Sin timón, vamos a la
deriva en la tempestad y cuando la tormenta de juventud ha pasado, sin
lira, sin laúd ni coro, la Muerte, el piloto silencioso, arriba al
fin.
Y en la
tumba no hay placer, pues el ciego gusano se ceba en la raíz, y el
Deseo tiembla hasta tornarse ceniza, y el árbol de la pasión ya no
tiene fruto.
¡Ah!, qué
más debía hacer sino amarte; aún la madre de Dios me era menos
querida, y menos querida la elevación citérea desde el mar como un
lirio argénteo.
He
elegido, he vivido mis poemas y, aunque la juventud se fuera en días
perdidos, hallé mejor la corona de mirto del amante que la de laurel
del poeta.
Hélas!
Con cada
pasión a la deriva hasta que mi alma sea un laúd en cuyas cuerdas
todos los vientos tañen. ¿Para esto renuncié a mi sabiduría antigua ya
mi austero control? Mi vida es un palimpsesto garabateado en alguna
vacación de muchacho con canciones ociosas para flauta y rondó que
solamente ocultan el secreto del todo. Por cierto que hubo un tiempo
cuando osé pisar las alturas soleadas y de las disonancias de la vida
logré claros acordes para llegar al oído de Dios. ¿Está muerto ese
tiempo? Mirad, con mi pequeña vara apenas toqué la miel del romance,
¿y debo yo perder la herencia de un alma?
Phedre
A Sarah
Bernhardt
Qué vano
y qué tedioso nuestro mundo ordinario parecerá a alguien Como tú, que
en Florencia habrías conversado con Mirandola, o caminado entre los
frescos olivares de Academos: habrías recogido cañas de la verde
corriente para la aguda flauta de Pan, pies de cabrito, y tocado con
las blancas niñas en el valle Feacio donde el grave Odiseo de su
profundo sueño despertara.
¡Ah!, en
verdad, una urna de ática arcilla guardó tu polvo pálido, y has venido
otra vez a este mundo ordinario, tedioso y vano, fatigada de los días
sin sol, de campos rebosantes de asfódelos insípidos, de labios sin
amor, con que besan los hombres en el Infierno.
La tumba de Keats
Libre de la
injusticia del mundo y su dolor, descansa al fin bajo el velo azul de
Dios: arrebatado a la vida cuando vida y amor
eran nuevos, el
mártir más joven yace aquí, justo cual Sebastián y tan temprano
muerto.
Ningún ciprés
ensombrece su tumba, ni tejo funeral, sino amables violetas con el
rocío llorando
sobre sus huesos
tejen cadena de perenne floración. ¡Oh, altivo corazón que destruyó el
dolor!
¡Oh, los labios más
dulces desde los de Mitilene! ¡Oh, pintor-poeta de nuestra tierra
inglesa! Tu nombre inscribióse en el agua; y habrá de perdurar:
lágrimas como las mías conservarán tu memoria verde, como el pote de
albahaca Isabella.
Mi voz
En este mundo
inquieto, moderno, apresurado, tomamos todo aquello que nuestro
corazón deseaba —tú y yo, y ahora las velas blancas de nuestro barco
están arriadas
y agotada la carga
del navío. Por ello, prematuras, empalidecen mis mejillas, pues el
llorar es mi contento huido y el dolor ha apagado el rosa de mi boca y
la ruina corre las cortinas de mi lecho. Pero toda esta vida
atiborrada ha sido para ti solamente una lira, un laúd, el encanto
sutil del violoncello, la música del mar que duerme, mímico eco, en su
concha marina.
Nueva contrición
El pecado fue mío; yo
no había comprendido. Así de nuevo la música aprisionada está en su
cueva, excepto ese lugar donde ola irregular y moribunda impacienta
con sus inquietos remolinos esta magra ribera. Y en el pozo marchito
de esta tierra el verano ha cavado una tumba tan honda que apenas
puede el plomizo sauce ansiar una plateada flor de la afilada mano del
invierno. Pero, ¿quién es aquel que por la ribera viene? Amor, mira y
pregúntate. ¿Quién es ése que viene con vestidos teñidos desde el Sur?
Es tu nuevo Señor, que besará las no violadas rosas de tu boca, y yo
he de llorar, he de adorar, como antes.
Soneto al
acercarme a Italia
Llegué a
los Alpes: mi alma ardía al oír tu nombre: Italia, Italia mía. Y al
salir del corazón de la montaña la tierra avizoré por la que mi alma
tanto suspirara, y reí, como quien gran premio conquistara, y
meditando en lo maravilloso de tu fama el día contemplé hasta que lo
marcaran heridas de llama y el cielo turquesa fuera oro bruñido. Los
pinos ondeaban como cabellos de mujer y en los huertos cada rama
sarmentosa se abría en copos de floreciente espuma. Pero al saber que
allá lejos en Roma en cadenas injustas otro Pedro yacía lloré de ver
tierra tan bella.
Taedium Vitae
Matar mi
juventud con dagas impacientes; ostentar la librea extravagante de
esta edad mezquina; dejar que cada mano vil se hunda en mi tesoro;
trenzar mi alma al cabello de una mujer y ser sólo lacayo de Fortuna.
Lo juro, ¡no me agrada! Todo eso es menos para mí que la delgada
espuma que se inquieta en el mar, menos que el vilano sin semilla en
el aire estival. Mejor permanecer alejado de esos necios que con
calumnias se mofan de mi vida, aunque no me conocen. Mejor el más
humilde techo para abrigar al peón más abatido que volver a esa cueva
oscura de riñas, donde mi alma blanca besó por vez primera la boca del
pecado.
La Casa del Juicio
Y el silencio reinaba
en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios.
Y Dios abrió el Libro
de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al
Hombre:
-Tu vida ha sido mala
y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que
carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó
y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te
apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y
lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan
de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que
vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los
caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste
sangre inocente.
Y el Hombre respondió
y dijo:
-Si, eso hice.
Y Dios abrió de nuevo
el Libro de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al
Hombre:
-Tu vida ha sido mala
y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo
olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con
imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las
flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste
lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada
con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata
perdurables, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en
perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y
desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y
untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante
ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has
mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia.
Y el Hombre contestó,
y dijo:
-Sí, eso hice
también.
Y por tercera vez
abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre.
Y Dios dijo al
Hombre:
-Tu vida ha sido mala
y has pagado el bien con el mal, y con la impostura la bondad. Has
herido las manos que te alimentaron y has despreciado los senos que te
amamantaron. El que vino a ti con agua se marchó sediento, y a los
hombres fuera de la ley que te escondieron de noche en sus tiendas los
traicionaste antes del alba. Tendiste una emboscada a tu enemigo que
te había perdonado, y al amigo que caminaba en tu compañía lo vendiste
por dinero, y a los que te trajeron amor les diste en pago lujuria.
Y el Hombre
respondió:
-Si, eso hice
también.
Y Dios cerró el Libro
de la Vida del Hombre y dijo:
-En verdad, debía
enviarte al infierno. Sí, al infierno debo enviarte.
Y elHombre gritó:
-No puedes.
Y Dios dijo al
Hombre:
-¿Por qué no puedo
enviarte al infierno? ¿Por qué razón?
-Porque he vivido
siempre en el infierno -respondió el Hombre.
Y el silencio reinó
en la Casa del Juicio.
Y al cabo de un
momento. Dios habló y dijo al Hombre.
-Ya que no puedo
enviarte al infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al cielo te enviaré.
Y el Hombre clamó:
-No puedes.
Y Dios dijo al
Hombre:
-¿Por qué no puedo
enviarte al Cielo? ¿Por qué razón?
-Porque jamás y en
parte alguna he podido imaginarme el Cielo -replicó el Hombre.
Y el silencio reinó
en la Casa del Juicio.
El gigante egoísta
Cada
tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín
del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y
cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la
hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce
albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas
flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos
frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los
árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar
para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos
aquí! -se decían unos a otros.
Pero un día el
Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish,
y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese
tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su
conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su
mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el
jardín.
-¿Qué hacen aquí?
-surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon
corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío.
Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso
y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó
una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE
PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante
egoísta...
Los pobres niños se
quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la
carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y
no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el
jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos
allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera
volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en
el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no
había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de
florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba,
pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que
volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se
sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se
olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo
el resto del año.
La Nieve cubrió la
tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los
árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte
para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento
del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín
durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las
chimeneas.
-¡Qué lugar más
agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar
con nosotros también.
Y vino el Granizo
también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los
tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas.
Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que
podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué
la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta
cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y
blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no
llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en
todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante
demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el
jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el
Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban
lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el
Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy
hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó
que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En
realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su
ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni
un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella
del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte
dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas
abiertas.
-¡Qué bueno! Parece
que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama
para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había
un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían
entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol
había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos
nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban
suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros
revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era
realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno
reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba
un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas
del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando
amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de
escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él,
sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito!
-decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño
era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que
el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he
sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta
aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el
muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para
los niños.
Estaba de veras
arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la
escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el
jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron
a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín
del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de
lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó
por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol.
Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus
ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros
niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron
corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el
jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un
hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando
la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando
con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí
jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a
despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el
más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del
rincón?
El Gigante lo quería
más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos
-respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva
mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños
contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto
antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al
salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más
chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca
más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos
a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría
volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los
años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no
podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los
niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores
hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de
todas.
Una mañana de
Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el
Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera
dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de
pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente
maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín
había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus
ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del
árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el
Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando
llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha
atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de
las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de
clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se
atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y
matarlo.
-¡No! -respondió el
niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi
pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y
cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño
sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me
dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que
es el Paraíso.
Y cuando los niños
llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol.
Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
Soneto a la
Libertad
No es que a tus
hijos, de pupilas lacias
que apenas su congoja
admiten ver
y mentes que
prefieren no saber,
yo ame -es que el
rugir de tus Democracias,
tus reinos del
Terror, tus Anarquías
cual mar reflejan mi
animosidad
y a mi ira un hermano
dan- ¡Libertad!
sólo así tus dísonas
melodías
llorando alegran mi
alma, ya los jueces
todos, a mal de
látigo y andanadas
robasen a los pueblos
sus derechos
que no me inmute -y a
pesar de los hechos,
los Cristos muriendo
en las barricadas
sabe Dios que estoy
con ellos, a veces.
El imán
Había una vez un imán
y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos
limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a
hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas
sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se
agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el
asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué
no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor
esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían
ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera
cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al
imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las
más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que
hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al
imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras
hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin prevalecieron
las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera
gritó:
-Inútil esperar.
Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se
precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió,
porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era
voluntaria.
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